jueves, 5 de septiembre de 2013

EL TOREO: Majeza y Romanticismo

I R R E P E T I B L E S...
Escribo estas líneas, aún reciente el éxito artístico y económico del XIV Festival a beneficio de la Lucha contra el Cáncer. Y pienso en el entusiasmo que los toreros ponen en su actuación, en su interés de que todo el mundo salga contento de la Plaza. Recuerdo también que tantas y tantas ocasiones en que han acudido solícitos, con su arte, con su jugarse la vida, a remediar o paliar desgracias. Al fin y al cabo son hombres acostumbrados a practicar la caridad en grado sumo.

No olvidemos que el quite, tan frecuente en el espectáculo taurino, es la máxima expresión del mandato Divino que dice: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En el quite uno llega a exponer su vida por salvar la del compañero, es decir, se ama al prójimo más que a sí mismo. Hombres llenos de majeza y romanticismo, que ambas cosas fueron siempre inherentes a los hombres que visten de luces.

Memoria: “préstame un recuerdo de tu archivo (como decía el maestro Corrochano) y tráeme un ejemplo de majeza y amor propio”.

JAIME OSTOS
Corría el mes de Mayo del año 1956. Uno era entonces estudiante en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia. En el coso de la calle Játiva actuaban aquella tarde tres novilleros punteros: Jaime Ostos, Rafael Girón y Curro Jirón, con novillos salmantinos de Montalvo. Festejo de lujo. Jaime Ostos, de Écija, de familia adinerada, había irrumpido en el toreo con una fuerza irresistible. “A lo Sánchez Mejías”, me diría una vez su peón José Blanco. Gallardo, con valor natural, se iba detrás de la espada como un rayo.

Rafael y Curro Girón eran  hermanos de César, el “Cóndor de los Andes”, como le decía un cronista de la época. Tenían la escuela de éste, por lo que eran completísimos en los tres tercios. Dos gallos de pelea.

La novillada transcurría por caminos triunfales. En el último novillo, los hermanos venezolanos, banderilleros fáciles y espectaculares, pusieron en un compromiso a Ostos al ofrecerle los palos. A él, que no los había cogido en su vida. Vaciló un instante, pero enseguida le brotó la casta y, cogiendo el par con rabia, se fue derecho al Montalvo para clavarle un par expuestísimo jugándose el pellejo de un modo espeluznante.
CURRO GIRON

Al mediodía siguiente, al salir de clase, me encontré en la puerta de Casa Balanza, en la Plaza del caudillo, a Ostos con su cuadrilla, que eran el citado Blanco, el Vito y José Ortega “Gallito”, último vástago de la gloriosa dinastía de los Gallos, hijo del Cuco y hermano del que fue matador Rafael Ortega “Gallito” y de la genial rapsoda Gabriela Ortega y sobrino de Rafael el gallo y Joselito. Casi nada. Me acerqué a darle la enhorabuena a Jaime a la par que le decía: “¿Porqué no le distes los palos al Vito para que hubieran visto los girones lo que era bueno?”.

Y me respondió con coraje:”Para que vieran esos que yo no me achico, aunque lo que pretendían era que hiciese el ridículo”.

Y mientras íbamos, calle Ribera adelante, a “Calzados Alegre”, la zapatería propiedad del empresario de la Plaza, D. José Alegre, en busca de mi compadre Luis, me iba señalando, como prueba de que él no se asustaba por nada la cicatriz que, días antes, le había hecho una vaquilla en el cuello y la cornada, aún fresca, de la pierna y la otra del muslo… Jaime Ostos, a lo largo de su carrera recibió la Extremaunción tres veces.

Y ya que hemos nombrado antes a Sánchez Mejías contemos algo de él. Un personaje de novela, de leyenda. Y si para muestra basta un botón, aquí está.

Ignacio Sánchez Mejías
En el año 1.925 discute muy agriamente con el empresario de la Maestranza, Sr. Salguero, su participación en la feria. No llegan a un acuerdo. El empresario, muy enfadado, le dice: “Mientras yo sea empresario no pisará usted el ruedo de ésta Plaza”. Ignacio le responde: “Lo voy a pisar y lo va a ver usted”.

En una de las corridas de feria que, por cierto, está presenciando Su Majestad Alfonso XIII, en el toro de Martín Agüero, al tocar a banderillas, sale del burladero de los médicos un hombre elegantemente vestido, tocado con sombrero de ala ancha. Por los tendidos corre un run run lleno de asombro: “Es Sánchez Mejías”. En efecto, Sánchez Mejías que coge un par de rehiletes y le pide permiso a la presidencia, que ya va a dar orden de que lo detengan, pero a los aplausos del público se unen los del Rey con lo que el permiso ya está dado. ¿Qué tenía que hacer Ignacio en esta ocasión y ante un público que no sabe muy bien qué es lo que está pasando allí?. Pues tenía que hacer algo excepcional. Y lo excepcional fueron cuatro pares de banderillas monumentales en que cada uno era mejor que el anterior, hasta llegar al último par, el cuarto, que dicen que fue una exposición tremenda al estar el toro muy cerrado en tablas y pasar él, casi sin sitio, entre el toro y la barrera.

Con el público puesto en pié, que aún no sabía bien que es lo que había pasado, Ignacio dio las gracias a Agüero, se inclinó respetuosamente ante Su Majestad y le dijo al empresario con voz fuerte, para que se oyera: “¿Ve usted como sí he pisado la Maestranza?”. Y se volvió al burladero de los médicos, como si tal cosa, como si no hubiera pasado nada.
Ignacio S.Mejías y la generación del 27

Ignacio, hombre singular. No se conformó con ser el impulsor, el mecenas de la generación del 27, sino que escribió dos obras de teatro que le estrenaron Fernando Díaz de Mendoza y María Guerrero y, además, se acercó hasta la prestigiosísima Universidad de Columbia, en Nueva York, a hablarles a los yanquis de la Fiesta de los Toros.

En 1.934, cuando ya tiene 43 años y está siete retirado de los toros dice de reaparecer. Familia y amigos se lo quieren quitar de la cabeza. “No se muere en la Plaza, dice, donde uno se muere es en la cama. Mi cuñado Joselito está más vivo que Juan Belmonte y que yo”.
Empieza el 14 de julio en Cádiz y un  mes justo tarda en llegar al cementerio de San Fernando, en Sevilla, a ese panteón que esculpiera Mariano Benlliure. El 11 de Agosto torea en Manzanares con Armillita y Alfredo Corrochano. El toro “Granadino”, de Ayala, que aprieta mucho hacia los adentros (cosa que Ignacio no toma en cuenta por exceso de confianza), le da una cornada en el inicio de la faena, en el pase sentado en el estribo con el que él solía empezar.

Tiempos en los que no existían los antibióticos. Se presenta la gangrena y el día 13 expira y el 14 ya está allí, en el mausoleo familiar, porque no se muere en la plaza, donde uno se muere es en la cama.

Con razón escribiría Federico García Lorca aquello de:

Tardará en nacer,
si es que nace,
un andaluz tan claro,
tan rico de aventura.

D. Álvaro Domecq
Romántico Álvaro Domecq. Corrían los años cuarenta. En Jerez mucha penuria, mucha infancia desvalida. Un sacerdote recoge a los niños, los alimenta, Dios sabe a costa de llamar a tantas puertas, de rogar aquí y allá. Acierta al hablar con D. Álvaro y este le dice que adelante, sin miedo. Y empiezan a construir el Oratorio Festivo Domingo Sarrio, un internado donde los chavales estudian, aprenden un oficio, se hacen hombre. ¿Y cómo se va a mantener esto?. Álvaro Domecq se lanza a los ruedos. Va a hacer, cara al público y ganando dinero (dinero íntegro para sus niños pobres) lo que ha hecho toda la vida en la ganadería familiar, en los campos de Jandilla. Burlar a un toro desde lo alto de un caballo. E irrumpe en plazas trayendo todo el aroma y el señorío del campo andaluz. Suaviza el rejoneo duro, seco, que nos dejó Cañero y lo suaviza con el temple y la delicadeza que aprendió de Joao Nuncio, el mejor rejoneador portugués de todos los tiempos. Y asombra al público con la gracia y la doma de unos caballos toreros, excepcionales. “Presumido” tenía muy bien puesto el nombre, pues se miraba en la arena como si ésta fuese un espejo. “Escándalo”, naturalmente, era un caballo muy alborotador. Pero la estrella de la cuadra era “Espléndida”, una yegua llena de gracia, de torería. Su nombre sonaba en el mundo del toro como si fuese una figura del toreo. Así fue de popular aquella jaca y así, corrida a corrida, se fue haciendo aquel Oratorio Festivo que dio estudios y oficios a tantos niños desvalidos de Jerez.

D. Álvaro montando a Espléndida
En la finca Los Alburejos, donde pastan los toros de Torrestrella que eran de D. Álvaro hay un patio que se llama “Patio de la Espléndida” y en medio un monumento bajo el cual está enterrado el noble bruto. Espléndida murió a los 27 años, en 1.965. Hasta su muerte vivió como una reina rodeada del cariño de todos. Hijos y nietos de D. Álvaro aprendieron a montar sobre ella. Contaba que la muerte del animal le cogió en Cádiz. Su mujer le telefoneó: “No ha muerto sola. He estado con ella hasta el final y para mí ha sido su última mirada”.
Álvaro corrió a Jerez. Cuando, en la cuadra, se acercaba a darle el último beso a su yegua querida, se echó a llorar al ver que el pañuelo que cerraba su boca llevaba sus iniciales. A.D. “Mi mujer, decía, tuvo ese detalle con Espléndida y conmigo”.

Antonio Ordóñez
Majeza y romanticismo en Antonio Ordóñez. Agosto de 1.958. La Emperatriz Soraya ha sido repudiada por el Sha de Persia al no poder ser madre. Queda con el título de Princesa, pero separada ya de la Casa Real Persa. Pasea su belleza y su tristeza por Europa y acierta a venir a San Sebastián en su Semana Grande. Va a los toros. Antonio Ordóñez le brinda uno de Carlos Núñez. Un toro con genio. Antonio lo domina con el prodigio de su arte, con su desprecio al peligro, con su cintura llena de gracia, las zapatillas bien asentadas en el ruedo. El Núñez se entrega. La Plaza es un clamor. Antonio se confía en ese adorno tan suyo, muleta plegada y dándole la espalda al astado. Y en esto el genio del toro despierta y le da un derrote seco. Una cornada sin tirarlo al suelo. Los peones intentan llevárselo, pero él se opone y no deja que se acerquen. La Princesa rompe a llorar, Antonio cuadra al toro y lo tumba de una soberbia estocada que hace innecesaria la puntilla. Todavía no se deja coger por las asistencias. Arrastrando la pierna llega bajo el palco de Soraya a inclinarse respetuosamente, recoge las dos orejas y rabo que ha pedido la Plaza unánimemente y solo entonces se deja llevar a la enfermería, mientras, con la sonrisa y gestos de la mano, mira a la Princesa, tranquilizándola, quitándole importancia. ¿Y esa sangre que le llega hasta la zapatilla?. Eso son –diría Díaz-Cañabate en su crónica- claveles rojos para una Princesa Oriental.

Majeza, marchosería de estos hombres que, como bien dijo Benítez Carrasco, burlan y piropean a la orilla de una cornada mortal.
Andrés Salas Moreno

Marzo 2008 

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