lunes, 26 de agosto de 2013

AHORA QUE HACE SESENTA AÑOS

(confesiones de un manoletista)
Sesenta años ya de aquella mañana en que a temprana hora se me coló por la ventana entreabierta de la habitación, despertándome, la voz chillona del vendedor de periódicos pregonando “Información de Alicante, con la gravísima cogida de Manolete en Linares”. Era un 29 de agosto y estaba en Torrevieja, calle de Calvo Sotelo, 3, al costado del Hotel Victoria. Acababa de cumplir quince años, pero ya me consideraba un manoletista veterano, pues desde que le vi torear por primera vez, con apenas ocho años, quedé tan deslumbrado por el toreo del cordobés que ya no pude ser otra cosa que partidario suyo.
Días antes de éste que rememoro, en las esquinas de las bien cuadriculadas calles de Torrevieja de mi niñez y adolescencia, habían aparecido, con su colorido alegre y españolísimo, los carteles de la Feria de Murcia. Dos corridas monumentales con la presencia en ambas de Manolete y Luis Miguel Dominguín, que era el Delfín, el heredero del trono que a últimos de septiembre, cuando el coloso cordobés se retirase, iba a quedar vacante. Completaban las ternas Parrita, muletero excepcional, virtuoso del pase natural y Paquito Muñoz, torero de estilo luminoso y alegre que luego no llegó a donde se merecía. Uno impaciente, contaba los días que faltaban para el 7 y 8 de Septiembre, fecha de los acontecimientos y, de pronto, aquel grito del humilde vendedor que era como un mazazo a mi espera ilusionada. No es que yo pensara en un fatal desenlace, ni mucho menos, pero la participación en las citadas corridas las suponía ya, imposibles. Mi gozo en un pozo, que se dice.
Sin embargo la triste noticia ya estaba circulando por toda España. Los periódicos nos habían llegado a tiempo de darla, pero Radio Nacional de España ya la había difundido en el diario hablado de las ocho de la mañana. Eran tiempos en los que no todo el mundo tenía radio y menos en la playa, que no era cosa de llevarse al veraneo aquellos enormes receptores de madera, casi tan grandes como el Paso de la Cena y que pesaban lo suyo. También era impensable que en la casa estival hubiese teléfono, por lo que las noticias no corrían con las prisas de ahora, en que bastan unos minutos para que te enteres de lo acontecido en cualquier lugar del Universo.
Del vecino Hotel Victoria avisaron que había una llamada telefónica para mi madre. Era mi padre dándole la noticiay, dada mi devoción por Manolete, encargándole que me lo dijeran poco a poco, con cuidado.
Cuando, al fin, tras muchos rodeos, me lo dijeron, me fui solo al Paseo de las Rocas, casi desierto a aquellas horas y allí, sin que nadie me viera rompí a llorar desconsoladamente. De nada conocía a Manolete. Solo de verlo torear a lo, largo de treinta y tantas veces. Y evoqué aquel 18 de Julio de 1940, con Domingo Ortega. Ahí arrancó mi manoletismo. Antes de ese día uno ya había oído hablar a su padre que, viajero frecuente a la Barcelona de la posguerra, había visto al cordobés en varias ocasiones y respondía a las preguntas que sobre él le hacían aficionados de la categoría de D. Juan López Ferrer, D. Angel y D. Jesús Bernal gallego, D. José Muñoz Saura o mi inolvidable Angel Belmar. Todos ellos, nada más verlo, se hicieron partidarios y seguidores del fenómeno cordobés. Era algo que te impactaba para siempre.

Y eso que el año anterior, recién terminada la contienda civil, Murcia tuvo ocasión de admirar y asombrarse con otro torero “hecho” en la llamada zona nacional. Unas tres veces hizo el paseíllo en el coso de la Condomina y las tres veces fueron tres apoteosis de orejas y rabo. Un muchacho rubio, casi imberbe, que toreaba con la gracia de los ángeles y que hizo legión de partidarios en esta ciudad. Estoy hablando de Pepe Luis Vázquez.
Cartel del 28 agosto 1947
Pero Manolete era otra cosa. Nada más verlo aparecer en la puerta de cuadrillas te dabas cuenta de que estabas ante un ser especial, que irradiaba una personalidad, una majestad fuera de lo normal. Y todo eso sin afectación, con naturalidad.
Aquella mañana del 29 de agosto, en la soledad y con el fondo del sonido monocorde de las olas, fui evocando tantas y tantas faenas que, en su momento, me llenaron de felicidad taurina: aquellas tardes de las hogueras alicantinas de 1942, cuando el crítico K-Hito, director del “Dígame”, lo bautizó con el sobrenombre de “Monstruo”. Aquel mano a mano con Pedro barrera en Caravaca, aquellas tardes de la Feria murciana del 45 con Arruza, el mano a mano con éste en Hellín, unos días más tarde… Así hasta llegar a la última vez que le ví. Justo dos meses antes, el 29 de Junio, festividad de San Pedro, día taurinísimo, en aquellos tiempos, en la ciudad de Alicante.
Manolete no se había vestido de luces el año anterior, excepto en la corrida de Beneficencia, que siempre toreaba completamente gratis. Durante aquel año se especuló con la posibilidad de que, cuando terminara su campaña mejicana del invierno 1946-47, no torearía más. Su fortuna, ganada a fuerza de jugarse la vida, era considerable y, por otro lado, los públicos, que siempre quieren derribar a sus ídolos después de encumbrarlos, le exigían lo imposible. Mi fraternal Jaime Marco “El Choni”, que con él pasó aquel invierno en la capital azteca, me contaba que el cordobés le dijo más de una vez: “Jaime, me voy, ya estoy harto de que si no corto orejas, aunque esté bien, me chillen sin piedad”.
El fotógrafo CANO fue el único que plasmó la gran tagedia
El caso es que, a principios de temporada, quizá, cediendo a una muy tentadora oferta económica, se anuncia que va a torear un número limitado de corridas, no más de treinta. Empieza el 22 de Junio en Barcelona y, tras actuar en Badajoz y Segovia, lo hace en Alicante la citada tarde del veintinueve. Allá nos trasladamos en aquellos autobuses que para la, ocasión salían de la Plaza de las Flores. Gitanillo de Triana, Manolete y Parrita con seis toros del Conde de la Corte. El llenazo absoluto, la expectación desbordante, la hostilidad latente, pronta a convertirse en bronca a la más mínima ocasión, porque las entradas eran caras y ello llevaba consigo que el torero tenía la ocasión de triunfar a costa de lo que fuera. Aún de la propia vida.
Así sucedió aquel día, cuando el quinto toro de la tarde, cambiado el tercio de varas por el presidente, con evidente prisa, llegó muy entero a la muleta. Cuatro doblones magistrales (guante de seda en mano de hierro) lo dejaron en punto y a punto. Y luego la maravilla de aquellos derechazos, de aquellos naturales dentro de un terreno que nadie osó pisar. Y el volapié perfecto. Cuando paseaba el ruedo, con los máximos trofeos, entre una lluvia de sombreros, los mismos que le echaban en cara el precio de las entradas, arrojaron a sus pies más de una cartea llena de dinero como diciéndole: “Eres barato, mereces más”. Él las cogía, las miraba sorprendido y las devolvía sonriendo. Mi padre, sin predecir ni mucho menos lo que ocurriría después, me comentó: “Esto no puede seguir así. Lo que se le pide a este hombre cada tarde, es humanamente imposible.”
Dos meses después Linares. Quizás las mismas circunstancias. Expectación desbordante, hostilidad manifiesta por el precio de las entradas, un miura difícil al que había que desorejar como fuera, al que le saca una faena inverosímil y el volapié lento, lento… para morir matando, para demostrar que era el mejor de todos los tiempos. En toda la Historia del Toreo no ha habido una muerte tan gloriosa.
Sesenta años ya y su recuerdo está más vivo cada día. Los héroes nunca mueren.
Dr.D. Andrés Salas Moreno

Julio-septiembre 2007

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