(confesiones de un manoletista)
Sesenta años ya de aquella mañana en que a temprana hora se me
coló por la ventana entreabierta de la habitación, despertándome, la voz
chillona del vendedor de periódicos pregonando “Información de Alicante, con la
gravísima cogida de Manolete en Linares”. Era un 29 de agosto y estaba en
Torrevieja, calle de Calvo Sotelo, 3, al costado del Hotel Victoria. Acababa de
cumplir quince años, pero ya me consideraba un manoletista veterano, pues desde
que le vi torear por primera vez, con apenas ocho años, quedé tan deslumbrado
por el toreo del cordobés que ya no pude ser otra cosa que partidario suyo.
Días antes de éste que rememoro, en las esquinas de las bien
cuadriculadas calles de Torrevieja de mi niñez y adolescencia, habían
aparecido, con su colorido alegre y españolísimo, los carteles de la Feria de
Murcia. Dos corridas monumentales con la presencia en ambas de Manolete y Luis
Miguel Dominguín, que era el Delfín, el heredero del trono que a últimos de
septiembre, cuando el coloso cordobés se retirase, iba a quedar vacante.
Completaban las ternas Parrita, muletero excepcional, virtuoso del pase natural
y Paquito Muñoz, torero de estilo luminoso y alegre que luego no llegó a donde
se merecía. Uno impaciente, contaba los días que faltaban para el 7 y 8 de
Septiembre, fecha de los acontecimientos y, de pronto, aquel grito del humilde
vendedor que era como un mazazo a mi espera ilusionada. No es que yo pensara en
un fatal desenlace, ni mucho menos, pero la participación en las citadas
corridas las suponía ya, imposibles. Mi gozo en un pozo, que se dice.
Sin embargo la triste noticia ya estaba circulando por toda
España. Los periódicos nos habían llegado a tiempo de darla, pero Radio
Nacional de España ya la había difundido en el diario hablado de las ocho de la
mañana. Eran tiempos en los que no todo el mundo tenía radio y menos en la
playa, que no era cosa de llevarse al veraneo aquellos enormes receptores de
madera, casi tan grandes como el Paso de la Cena y que pesaban lo suyo. También
era impensable que en la casa estival hubiese teléfono, por lo que las noticias
no corrían con las prisas de ahora, en que bastan unos minutos para que te
enteres de lo acontecido en cualquier lugar del Universo.
Del vecino Hotel Victoria avisaron que había una llamada
telefónica para mi madre. Era mi padre dándole la noticiay, dada mi devoción
por Manolete, encargándole que me lo dijeran poco a poco, con cuidado.
Cuando, al fin, tras muchos rodeos, me lo dijeron, me fui solo al
Paseo de las Rocas, casi desierto a aquellas horas y allí, sin que nadie me
viera rompí a llorar desconsoladamente. De nada conocía a Manolete. Solo de
verlo torear a lo, largo de treinta y tantas veces. Y evoqué aquel 18 de Julio
de 1940, con Domingo Ortega. Ahí arrancó mi manoletismo. Antes de ese día uno
ya había oído hablar a su padre que, viajero frecuente a la Barcelona de la
posguerra, había visto al cordobés en varias ocasiones y respondía a las
preguntas que sobre él le hacían aficionados de la categoría de D. Juan López
Ferrer, D. Angel y D. Jesús Bernal gallego, D. José Muñoz Saura o mi
inolvidable Angel Belmar. Todos ellos, nada más verlo, se hicieron partidarios
y seguidores del fenómeno cordobés. Era algo que te impactaba para siempre.
Y eso que el año anterior, recién terminada la contienda civil,
Murcia tuvo ocasión de admirar y asombrarse con otro torero “hecho” en la
llamada zona nacional. Unas tres veces hizo el paseíllo en el coso de la
Condomina y las tres veces fueron tres apoteosis de orejas y rabo. Un muchacho
rubio, casi imberbe, que toreaba con la gracia de los ángeles y que hizo legión
de partidarios en esta ciudad. Estoy hablando de Pepe Luis Vázquez.
Cartel del 28 agosto 1947 |
Aquella mañana del 29 de agosto, en la soledad y con el fondo del
sonido monocorde de las olas, fui evocando tantas y tantas faenas que, en su
momento, me llenaron de felicidad taurina: aquellas tardes de las hogueras
alicantinas de 1942, cuando el crítico K-Hito, director del “Dígame”, lo
bautizó con el sobrenombre de “Monstruo”. Aquel mano a mano con Pedro barrera
en Caravaca, aquellas tardes de la Feria murciana del 45 con Arruza, el mano a
mano con éste en Hellín, unos días más tarde… Así hasta llegar a la última vez
que le ví. Justo dos meses antes, el 29 de Junio, festividad de San Pedro, día
taurinísimo, en aquellos tiempos, en la ciudad de Alicante.
Manolete no se había vestido de luces el año anterior, excepto en
la corrida de Beneficencia, que siempre toreaba completamente gratis. Durante
aquel año se especuló con la posibilidad de que, cuando terminara su campaña
mejicana del invierno 1946-47, no torearía más. Su fortuna, ganada a fuerza de
jugarse la vida, era considerable y, por otro lado, los públicos, que siempre
quieren derribar a sus ídolos después de encumbrarlos, le exigían lo imposible.
Mi fraternal Jaime Marco “El Choni”, que con él pasó aquel invierno en la
capital azteca, me contaba que el cordobés le dijo más de una vez: “Jaime, me
voy, ya estoy harto de que si no corto orejas, aunque esté bien, me chillen sin
piedad”.
El fotógrafo CANO fue el único que plasmó la gran tagedia |
Así sucedió aquel día, cuando el quinto toro de la tarde, cambiado
el tercio de varas por el presidente, con evidente prisa, llegó muy entero a la
muleta. Cuatro doblones magistrales (guante de seda en mano de hierro) lo
dejaron en punto y a punto. Y luego la maravilla de aquellos derechazos, de
aquellos naturales dentro de un terreno que nadie osó pisar. Y el volapié
perfecto. Cuando paseaba el ruedo, con los máximos trofeos, entre una lluvia de
sombreros, los mismos que le echaban en cara el precio de las entradas,
arrojaron a sus pies más de una cartea llena de dinero como diciéndole: “Eres
barato, mereces más”. Él las cogía, las miraba sorprendido y las devolvía
sonriendo. Mi padre, sin predecir ni mucho menos lo que ocurriría después, me
comentó: “Esto no puede seguir así. Lo que se le pide a este hombre cada tarde,
es humanamente imposible.”
Dos meses después Linares. Quizás las mismas circunstancias.
Expectación desbordante, hostilidad manifiesta por el precio de las entradas,
un miura difícil al que había que desorejar como fuera, al que le saca una
faena inverosímil y el volapié lento, lento… para morir matando, para demostrar
que era el mejor de todos los tiempos. En toda la Historia del Toreo no ha
habido una muerte tan gloriosa.
Sesenta años ya y su recuerdo está más vivo cada día. Los héroes
nunca mueren.
Dr.D.
Andrés Salas Moreno
Julio-septiembre 2007
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