A Tránsito, la
mujer que siempre hay
que buscar detrás de todo gran hombre.
Uno de diciembre de 1995. Sobre las once y
media de la mañana, mi mujer y yo cruzamos despaciosamente, en diagonal, la Plaza Mayor de Salamanca. Nos
vamos recreando en las maravillas que encierra esta joya arquitectónica. Sus
soportales, sus edificios, todos iguales, salvo la magnífica fachada del
Ayuntamiento… Antes, a primerísima hora, desde el Gran Hotel, hemos enfilado la
calle de la Rúa y
nos hemos acercado a la Catedral Nueva ,
a la Catedral Vieja ,
pasando primero, claro está, por la
Casa de las Conchas y la Clerecía. El recorrido lo hemos
terminado, extasiados, una vez más, ante la portada plateresca de la Universidad.
Pero hay que regresar porque, a las doce
de la mañana, dos íntimos amigos celebran sus “Bodas de Oro”, que ese era el
motivo de que, ahora, entonces, estemos atravesando la Plaza más bella del mundo,
camino de la calle Zamora, camino de un convento de monjas de clausura, en cuya
capilla Florentino y Tránsito, cincuenta años después de su matrimonio van a
jurarse, una vez más, que se quieren.
Florentino es Florentino Díaz Flores, el
hombre que descubrió a “El Viti”, que lo llevó al triunfo, que paseó los
callejones de todos los cosos del mundo, con su traje impecable, una flor en el
ojal y en la mano un leve bastón, una varita. Una vez, el gran maestro de
periodistas que fue Emilio Romero, me diría viendo juntos una corrida de toros
en Benidorm: “Flores no lleva el bastón
como apoyo, sino como símbolo de mando”. Y, si es verdad, que llevaba una
enorme figura del toreo, de las que mandan, jamás vi a Florentino abusar de
ello.
Por la Plaza Mayor de Salamanca, mi
cabeza se puso a recordar y se fue cuarenta años atrás, a 1955, cuando uno era
un estudiante de Medicina, en Valencia, y frecuentaba el coso de la calle de
Játiva en aquellas mañanas de festejo taurino, animadísimas, con los
aficionados dispuestos a no perderse detalle del sorteo, del enchiqueramiento,
de la prueba de caballos…, en fin, de todo lo que constituye los prolegómenos
de una novillada o corrida de toros.
Ahí fue, en una de esas mañanas, donde
tuve que verlo por primera vez, porque nuestro hombre, hasta llegar a “El
Viti”, apoderó a varios toreros, entre ellos a Victoriano Posada, un buen
torero salmantino que no alcanzó fortuna en los ruedos, pero sí en negocios que
emprendió en Colombia, donde vive actualmente.
Apoderó también a Marcos de Celis, torero
palentino de arrolladora personalidad; a Francisco Barrios “El Turia”, gran
figura de la novillería en la época de Bernadó y Chamaco, y Ostos, y Vicente
Blau “El Tino”, torero regional de enorme calado popular, que movía tras de sí
ingentes masas de partidarios. Con ellos pudo alcanzar la gloria y la fortuna,
si se hubiesen dejado llevar por su buen criterio, pero ninguno de los tres
tenía la cabeza en orden. “Si sigo con
ellos, decía Florentíno, me vuelven
loco. Eran tres prendas”.
Y otra vez a la lucha. En 1959 apareció
por allí con un muchacho muy serio, de Vitigudino. Se llamaba Santiago. No es
que fuera un camino de rosas la carrera de “El Viti”, pues nada más empezar su
ascensión hacia la fama, un novillo le produjo una complicadísima fractura en
el codo izquierdo, toreando en Francia, que a punto estuvo de perder el brazo.
Enterado el apoderado que los médicos franceses habían decidido amputar, cogió
al torero y se escaparon del Hospital y se fueron a Madrid en busca del Dr.
Epeldegui, el cual, tras una delicadísima intervención y ocho meses de
rehabilitación, salvó al brazo y al torero. Aunque le quedara una pequeña
secuela (no puede estirar el codo del todo) que le ha servido para darle a los
naturales de “El Viti” un sello especial.
En fin, se reanudó la carrera y vinieron
los triunfos, el dinero, el bienestar. Pero hasta llegar aquí, Flores, había
pasado un sin fin de calamidades. Nacido en un pueblo de Avila, de familia
humilde, quedó sin padres antes de cumplir los nueve años, quedando al cuidado
de una tía. No pudo ir al colegio, pues había que ganarse el pan cuidando
cerdos y lo que fuese. A los 14 años se fue a Madrid, a trabajar de aprendiz en
una tienda de ultramarinos. Pronto le picó la afición a los toros y empezó sus
correrías por capeas y tentaderos. Así cayó por Salamanca, que sería ya para siempre,
su tierra adoptiva.
Viaja en los mercancías, burlando a los
empleados del ferrocarril, noches heladas resguardado en un pajar, alguna
gallina cogida “al descuido”, para
sobrevivir… La novela no contada de aquellos maletillas que toreaban a la luz
de la luna y alguna vez veían morir allí a algún compañero. Luego, los festejos
en plazas de carros, con un público mucho más cruel que las reses, alguna
novillada en alguna plaza de obra… Un ir y venir sin llegar a ninguna parte.
Y estalla la Guerra Civil y se enrola en la Legión , donde lo ponen de
cocinero. Una vez venía un alto jefe a visitar el regimiento y le encargaron
que preparase un menú de tres platos. Va a la despensa y solo tenía patatas y
huevos. ¿Qué hacer?. Flores no atrancó y prepara de primer plato patatas
guisadas, de segundo huevos fritos con patatas y de tercero tortilla de patatas.
Dice que lo querían matar.
Terminada la contienda, otra vez a los
ruedos. Ya tiene 27 años y prosigue la lucha en pos de una gloria que no llega
y se hace empresario de festejos en los que él mismo torea, pues se da el caso
que, hasta el momento de hacer el paseíllo, está en la taquilla, vestido de
torero, vendiendo entradas.
Portada del libro de "Mis Memorias" |
Una vez, a falta de sobrero que le exigían
y que es reglamentario ponerlo, no habiendo dinero para ello coge a un chaval,
le da un bocadillo y le dice que se meta en un cajón vacío de toros y que dé
patadas con frecuencia, con objeto de hacer creer a las autoridades que allí
había un toro muy inquieto y que no convenía arrimarse. “Todavía veo, de vez en cuando, el “sobrero”, que ya es un hombre mayor”,
decía.
Luego, en 1945, la boda con Tránsito, el
mayor acierto de su vida, la gran mujer que siempre hay que buscar detrás de
todo gran hombre. Y los hijos que van naciendo y la lucha infatigable para
sacarlos adelante; si no había bastante con los negocios del toro se iba a
coger remolacha o montando un modesto comercio llamado “Saldos Flores”. Y un
torero y otro, hasta que llega este “Viti” tan serio, tan cabal, que se pone en
figura y en dinero nada más tomar la alternativa gracias, desde luego, a su
arte y valor, pero también respaldado por una gestión valiente y eficaz.
Un día, en la primera temporada de
Santiago, estoy con Flores en Alicante y se acerca Bojilla, el inolvidable
peón, y con su voz grave y sentenciosa dice: “D. Florentino ¿qué tendrá el dinero que “El Viti” me parece hasta
guapo?”.
Diecisiete años juntos, torero y
apoderado. Luego, tras una retirada de dos años, “El Viti” volvió a los ruedos
sin decirle nada al apoderado con quien tan bien le fue artística y
económicamente. Reapareció amparado en
la comodidad de un exclusivista que le pagaba bastante menos de lo que cobraba
de la mano de Flores. Ingratitudes de la vida, de las que el toreo está lleno.
Pero ahí estaba Florentino, tan pimpante,
con su Tránsito al lado, con los cuatro hijos a los que le dio estudios en los
mejores colegios, cuando apenas ganaba para comer. Kety, casada con Paco Gil,
dueño del Gran Hotel y del Hotel Moterrey; Pepe, que actualmente sigue los
pasos de su padre en el apoderamiento y, además, es escritor de buena pluma;
Fernando, médico, en la localidad alicantina de Biar y Carmen Flores,
farmacéutica en un pueblo de Las Hurdes…
Todo esto lo iba pensando cuando cruzaba la Plaza mayor y cuando ya en
el Templo presenciaba la emotiva ceremonia, cuando Tránsito y él volvieron a
jurarse amor eterno, teniendo sobre sus rodillas a dos bisnietos.
P.D. Un año después Florentino Díaz Flores
nos dejó, pero su recuerdo perdura siempre en los que tuvimos la suerte de ser
sus amigos.
Dr. Andrés Salas Moreno.
Diciembre 2006
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